Título: El espejo y la ventana
Año de publicación: 1967
Edición: Editorial El Conejo, primera edición, 1983
Páginas: 222, 21 capítulos
ADALBERTO ORTIZ (Esmeraldas, 1914) es un novelista que nace y se hace, va conformándose de un libro a otro. Así, tras su celebrado Juyungo, el gran na-rrador esmeraldeño robustece su expresión para construir, en dos planos sabiamente manejados, un mundo que supera el realismo lineal de la década de los años 30 y se sumerge en una "lógica del horror", como subraya Le Monde, que dibuja la decadencia de una familia mulata emigrada a Guayaquil, pero también la lucha —sensual, a veces, dolorosa siempre, en otras cínica— de Mauro Lemos, su personaje protagónico. El interior sicológico (el espejo) y el exterior social (la ventana) se fusionan en esta historia intensa que amplía, sin ninguna duda, el ámbito novelístico de Ortiz.
Hoy me va a tocar utilizar en este artículo un recurso que ya he empleado unas cuantas veces antes. Me refiero a ese de: “Cuando comencé a leer este libro pensaba que sería de esta forma por esto, por esto y por esto., pero la verdad es que me ha sorprendido gratamente por esto otro…” No es en absoluto original (de hecho ya lo utilicé en el post anterior), pero es rigurosamente cierto y se adecua a lo que tengo que decir sobre “El espejo y la ventana”.
Resumen:
Esta es la historia de una familia con tierras que se ven obligados a huir de la ciudad de Esmeraldas cuando esta es bombardeada por las fuerzas liberales y su hacienda arruinada. Mientras los varones se quedan en la tierra para intentar recuperar su fortuna, las mujeres se instalan en Guayaquil, donde malviven en un pequeño departamento de un barrio marginal. Allí el pequeño Mauro crece, va aprendiendo cómo funciona el mundo y llega a convertirse en el líder de una pequeña revolución.
Dicho esto he de confesar que comenzar este libro me daba una pereza insuperable. Por un lado se debe a que anteriormente ya había leído la novela más conocida de Adalberto Ortiz, Juyungo, y, sin ser la obra maestra de Alfredo Pareja Diezcanseco, me resultó pesada (evidentemente le voy a dar una segunda oportunidad: próximamente en este mismo blog; ahora sigan disfrutando con el artículo). Por otro lado basta con leer el texto de contraportada para que uno se haga la idea de que “El espejo y la ventana” se trata de otra novela de denuncia social, donde nos narra el duro día a día de los explotados (en este caso los protagonistas son mulatos, de forma que también iba a aparecer denuncia racial). Los ricos son perversos, torturan a los pobres y beben sangre de niños en sus misas negras mientras bailan la Macarena (no se me ocurre una canción que simbolice mejor el Mal en estado puro). Por su parte los pobres son gente virtuosa que vive permanentemente sometida a los caprichos de los poderosos, pero sin perder nunca la dignidad.
Vamos a ver, entiendo que esas historias son necesarias pero, no nos engañemos, muchas veces su calidad literaria es discutible.
“El espejo y la ventana” no es así en absoluto. Yo la considero una novela psicológica que sigue la escuela de Dostoievski o Baroja pero trasladándola a un entorno que conoce. En ella el autor se abre la piel y se muestra a sí mismo, muestra cómo las circunstancias son las que forman la identidad del hombre. Esta no es una obra de personajes estáticos, que son meros testigos de su realidad. Mauro Lemos, así como el resto de su familia, sufre la Guayaquil de principios del siglo XX, la vive, la respira, la mastica y, a su vez, es masticado por ella. Nada es gratuito. Todo ocurre porque los personajes necesitan que ocurra. Daré un ejemplo. En toda la novela aparece el tema racial en muy contadas ocasiones (cuando Mauro es pequeño una mujer prohíbe a sus hijos que jueguen con él por ser negro). Si esto ocurre el personaje reflexiona sobre sí mismo, sobre su condición, y a otra cosa, mariposa. Adalberto Ortiz no da la murga durante páginas y páginas hablando de lo duro que es pertenecer a una minoría. Y podría hacerlo, porque sabe de eso, pero prefiere que la historia avance.
Esto último es lo más acertado de la novela. La historia avanza, siempre fluye. Hay un capítulo terrible, uno en el que habla sobre la tía Delia (no daré más pistas pero el que lo haya leído lo recordará). Te consigue poner los pelos de punta en cuanto te das cuenta de los que está pasando. Cualquier otro autor se regodearía en ello y haría que la vida de los protagonistas diera un vuelco a raíz de este suceso. Pero Ortiz no. Él entiende que, por muy terrorífica que sea una experiencia la vida es demasiado vasta para que la afecte realmente. Y la historia avanza, una vez más. Así se explica que en sólo doscientas veinte páginas se nos narre la vida entera de un personaje y de la gente que lo rodea sin que el lector sienta que le están escatimando pedazos importantes.
Cada capítulo está compuesto de dos partes, la del espejo, que es una reflexión interior muy lírica, y la de la ventana, que es donde se narra, en tercera persona, la historia de la familia. Contrastan porque, mientras que en la parte del espejo el autor desata su lenguaje (el estilo es muy barroco, deliberadamente oscuro y recargado), la parte de la ventana conserva un estilo claro y directo, impecable. Está bien repartido ya que el espejo abarca unas diez líneas y la ventana es el grueso del capítulo, que suele ser de unas diez páginas. Si la proporción fuera diferente este libro sería insufrible (le tendría que cambiar el título y llamarlo “Las pequeñas estaturas”; lo siento, es que me cabreó mucho).
Pero no es perfecta la novela. Es una lástima que Adalberto Ortiz, que tan adecuadamente mantiene el ritmo de la narración durante los capítulos previos, al final se le desboque y acabe precipitadamente. Podría haber añadido un par de capítulos más para que el relato siguiera su curso natural y acabara cuando tiene que acabar. Esta es una apreciación personal y, si es lo único negativo que he podido encontrar, la valoración, por fuerza, no será menor de:
Puntuación: 93/100
Descarga directa EL ESPEJO Y LA VENTANA Adalberto Ortíz Hoy me va a tocar utilizar en este artículo un recurso que ya he empleado unas cuantas veces antes. Me refiero a ese de: “Cuando comencé a leer este libro pensaba que sería de esta forma por esto, por esto y por esto., pero la verdad es que me ha sorprendido gratamente por esto otro…” No es en absoluto original (de hecho ya lo utilicé en el post anterior), pero es rigurosamente cierto y se adecua a lo que tengo que decir sobre “El espejo y la ventana”.
Resumen:
Esta es la historia de una familia con tierras que se ven obligados a huir de la ciudad de Esmeraldas cuando esta es bombardeada por las fuerzas liberales y su hacienda arruinada. Mientras los varones se quedan en la tierra para intentar recuperar su fortuna, las mujeres se instalan en Guayaquil, donde malviven en un pequeño departamento de un barrio marginal. Allí el pequeño Mauro crece, va aprendiendo cómo funciona el mundo y llega a convertirse en el líder de una pequeña revolución.
Dicho esto he de confesar que comenzar este libro me daba una pereza insuperable. Por un lado se debe a que anteriormente ya había leído la novela más conocida de Adalberto Ortiz, Juyungo, y, sin ser la obra maestra de Alfredo Pareja Diezcanseco, me resultó pesada (evidentemente le voy a dar una segunda oportunidad: próximamente en este mismo blog; ahora sigan disfrutando con el artículo). Por otro lado basta con leer el texto de contraportada para que uno se haga la idea de que “El espejo y la ventana” se trata de otra novela de denuncia social, donde nos narra el duro día a día de los explotados (en este caso los protagonistas son mulatos, de forma que también iba a aparecer denuncia racial). Los ricos son perversos, torturan a los pobres y beben sangre de niños en sus misas negras mientras bailan la Macarena (no se me ocurre una canción que simbolice mejor el Mal en estado puro). Por su parte los pobres son gente virtuosa que vive permanentemente sometida a los caprichos de los poderosos, pero sin perder nunca la dignidad.
Vamos a ver, entiendo que esas historias son necesarias pero, no nos engañemos, muchas veces su calidad literaria es discutible.
“El espejo y la ventana” no es así en absoluto. Yo la considero una novela psicológica que sigue la escuela de Dostoievski o Baroja pero trasladándola a un entorno que conoce. En ella el autor se abre la piel y se muestra a sí mismo, muestra cómo las circunstancias son las que forman la identidad del hombre. Esta no es una obra de personajes estáticos, que son meros testigos de su realidad. Mauro Lemos, así como el resto de su familia, sufre la Guayaquil de principios del siglo XX, la vive, la respira, la mastica y, a su vez, es masticado por ella. Nada es gratuito. Todo ocurre porque los personajes necesitan que ocurra. Daré un ejemplo. En toda la novela aparece el tema racial en muy contadas ocasiones (cuando Mauro es pequeño una mujer prohíbe a sus hijos que jueguen con él por ser negro). Si esto ocurre el personaje reflexiona sobre sí mismo, sobre su condición, y a otra cosa, mariposa. Adalberto Ortiz no da la murga durante páginas y páginas hablando de lo duro que es pertenecer a una minoría. Y podría hacerlo, porque sabe de eso, pero prefiere que la historia avance.
Esto último es lo más acertado de la novela. La historia avanza, siempre fluye. Hay un capítulo terrible, uno en el que habla sobre la tía Delia (no daré más pistas pero el que lo haya leído lo recordará). Te consigue poner los pelos de punta en cuanto te das cuenta de los que está pasando. Cualquier otro autor se regodearía en ello y haría que la vida de los protagonistas diera un vuelco a raíz de este suceso. Pero Ortiz no. Él entiende que, por muy terrorífica que sea una experiencia la vida es demasiado vasta para que la afecte realmente. Y la historia avanza, una vez más. Así se explica que en sólo doscientas veinte páginas se nos narre la vida entera de un personaje y de la gente que lo rodea sin que el lector sienta que le están escatimando pedazos importantes.
Cada capítulo está compuesto de dos partes, la del espejo, que es una reflexión interior muy lírica, y la de la ventana, que es donde se narra, en tercera persona, la historia de la familia. Contrastan porque, mientras que en la parte del espejo el autor desata su lenguaje (el estilo es muy barroco, deliberadamente oscuro y recargado), la parte de la ventana conserva un estilo claro y directo, impecable. Está bien repartido ya que el espejo abarca unas diez líneas y la ventana es el grueso del capítulo, que suele ser de unas diez páginas. Si la proporción fuera diferente este libro sería insufrible (le tendría que cambiar el título y llamarlo “Las pequeñas estaturas”; lo siento, es que me cabreó mucho).
Pero no es perfecta la novela. Es una lástima que Adalberto Ortiz, que tan adecuadamente mantiene el ritmo de la narración durante los capítulos previos, al final se le desboque y acabe precipitadamente. Podría haber añadido un par de capítulos más para que el relato siguiera su curso natural y acabara cuando tiene que acabar. Esta es una apreciación personal y, si es lo único negativo que he podido encontrar, la valoración, por fuerza, no será menor de:
Puntuación: 93/100
literatura Ecuador El espejo y la ventana Adalberto Ortiz